Por Linda Vismayo – Osteópata y Terapeuta Corporal Integrativa
Del lodo al loto
Cuando pronunciamos la palabra sexo, siglos de condicionamientos se agolpan en nuestra conciencia. Una avalancha de creencias, expectativas, represiones y tabúes nos inunda. Y, sin embargo, esa misma palabra, sexo, vibra en nuestras células con la naturalidad de la vida misma, tan vital y sagrada como respirar.
En ciertos momentos del año, como en primavera o verano, la luz solar se intensifica y, con ella, también lo hace nuestra química interna. El cuerpo, sabio, responde: la serotonina, la oxitocina, las endorfinas y la dopamina comienzan a danzar en nuestro sistema nervioso, elevando el ánimo, activando el deseo de conectar, de salir, de exponerse, de vivir más abiertamente. Y sí: también de sentir más deseo sexual.
Basta con dar un paseo por un bosque, un jardín o una pradera para darnos cuenta de que la sexualidad es un lenguaje universal, espontáneo, sin vergüenza ni moralismo. La naturaleza celebra la vida a través del erotismo sutil de las flores, del canto de cortejo de las aves, del vuelo coreografiado de los insectos. En esa orgía multicolor, la vida florece sin juicios. La floración, la polinización, el juego del dar y recibir se manifiestan como parte esencial del equilibrio vital.
Entonces… ¿Por qué los humanos hemos cargado nuestra sexualidad de tanta culpa, miedo y represión?
El misterio oculto de nuestra energía vital
Parece que el sexo —entendido como energía vital, creativa y sagrada— guarda un misterio tan profundo, que al revelarlo podríamos dejar de ser obedientes, sumisos, manipulables. Como el toro que, al ser castrado, pierde el impulso que lo conecta con su instinto, muchas personas han sido desconectadas de su energía sexual para ser más fácilmente controladas.
Desde la mirada del Tantra, esta desconexión es una herida espiritual. Hemos sido transformados en animales de arado, arrastrando mil cargas ajenas, domesticados por dogmas, “moralistas” y falsos santos que nos han hecho sentir vergüenza de nuestro cuerpo, de nuestro placer, de nuestra fuerza.
Y sin embargo, el sexo es la semilla del amor. La energía sexual es la energía creadora de vida, es movimiento puro, expansión, conciencia que brota. No puede haber verdadera espiritualidad sin haber atravesado el umbral de la energía que nos trajo al mundo. Conocerla, honrarla, integrarla es una forma de florecer.
Te invito, entonces, que la próxima vez que sientas esta energía emerger en ti —esa fuerza más potente que un rayo—, la observes con respeto. Sin juicio. Sin expectativas. Sin culpa. Mira hacia adentro, escucha tu cuerpo, tus pensamientos, tu respiración. ¿A dónde quiere ir esa energía? ¿Sale por la puerta natural o intenta escapar por alguna fisura escondida, reprimida, negada?
Obsérvate con compasión. No con vergüenza. Reconoce al ser domesticado que aún habita en ti. Acarícialo con tu mirada interna. Ayúdalo a despertar.
El loto florece en el barro
Como el loto que brota del agua lodosa, nosotros también nacemos de un entorno pantanoso. El barro representa los deseos densos, los apegos, los condicionamientos culturales. Pero el loto no se queda allí. Busca la luz. Se eleva. Florece.
Así también nosotros.
Tenemos el potencial de transmutar. De elevarnos. De volvernos puros, no por represión, sino por integración consciente de nuestra energía más básica y esencial.
Abrazar nuestra sexualidad con respeto, dignidad y presencia es una vía directa hacia lo divino.
No se trata de libertinaje ni de hedonismo vacío. Se trata de reconocer lo sagrado en lo corporal, y de permitirnos experimentar la vida con plenitud, libertad y verdad.
No hay despertar espiritual sin despertar corporal.
No hay conexión divina sin reconocimiento del gozo que somos.
No hay flor que brote sin haber habitado su barro.
Que podamos todos conocernos profundamente, y dejar fluir la sabia naturaleza de la vida que nos habita.